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Aquí Jesús no solo se identificó con el pecado de su pueblo, también fue ungido por el Espíritu Santo para el ministerio. En un sentido esta fue la ordenación de Jesús. Aquí empezó su vocación como el Cristo.
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Los israelitas debían untar la sangre en los marcos de sus puertas precisamente porque eran tan culpables como los egipcios y, si querían evitar el juicio de muerte, necesitaban a un sustituto que muriera en su lugar. La sangre sería untada en los postes de las puertas no porque Dios no pudiera distinguir quién vivía en cada casa, ¡sino porque puede! Él sabe que hay pecadores dentro.
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El cristianismo ortodoxo ha insistido en que la expiación implica sustitución y satisfacción. Al llevar sobre sí mismo la maldición de Dios, Jesús satisfizo las demandas de la justicia santa de Dios. Recibió la ira de Dios por nosotros, salvándonos de la ira venidera (1 Ts 1:10).
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Él es el profeta al estilo de Ezequiel que les habla tanto a los huesos como a los espíritus de aquellos que han caído presa de la maldición del pecado. Él confiere nueva vida a los muertos. Lo que los profetas de Dios realizaron espiritualmente, el Profeta de Dios lo hizo en forma totalmente literal y física.
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¡Cuán fructífero es creer en las promesas de Dios y cuan estéril es una vida de incredulidad! No es sorprendente que al saber de la gran cosecha que viene al creer en las promesas, el diablo se sienta obligado a atacar nuestra fe en las promesas—no tanto nuestra fe en la verdad de ellas, como en la fe por la cual aplicamos esas promesas a nosotros mismos—.
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Una forma de obtener y mostrar sabiduría es la disposición a recibir el consejo. Los necios son sabios en su propia opinión. Algunos no reciben ningún consejo en absoluto.
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