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El arrepentimiento debe surgir de la fe; de lo contrario es legalista. Pero, en realidad, la fe sin arrepentimiento no sería más que imaginación.
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La expiación era imposible sin encarnación. Hebreos explica por qué al Hijo de Dios “le era necesario ser semejante a sus hermanos en todo”. Tenía que ser así “a fin de expiar los pecados del pueblo” (Hebreos 2:17, NVI).
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En el primer capítulo de Efesios, Pablo proporciona la perspectiva más amplia posible de lo que significa ser cristiano. Él rastrea los orígenes de nuestra salvación hasta la elección de Dios en la eternidad pasada (Efesios 1:4) y mira hacia adelante a su consumación en las glorias de la eternidad venidera (Efesios 1:10).
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Jesús es el Gran Sumo Sacerdote. En él se cumple el simbolismo del Día de la Expiación. Él ofreció personalmente el sacrificio por los pecados del pueblo (Levítico 16:9); pero más que eso, él era el sacrificio. Cristo ofreció no meramente la sangre de los animales, sino su propia preciosa sangre (Hebreos 9:14, 25).
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Él es el profeta al estilo de Ezequiel que les habla tanto a los huesos como a los espíritus de aquellos que han caído presa de la maldición del pecado. Él confiere nueva vida a los muertos. Lo que los profetas de Dios realizaron espiritualmente, el Profeta de Dios lo hizo en forma totalmente literal y física.
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Jesús dice que el Espíritu Santo va a “convencer”. Este verbo significa cualquier cosa desde “vaciar un contenido sobre” hasta “persuadir”. Esta obra tiene tres dimensiones: convencer de pecado, de justicia, y de juicio. ¿Pero qué significa eso?
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Juan vio de qué manera lo logran los santos: “Ellos lo vencieron por la sangre del Cordero y por la palabra que ellos proclamaron” (Apocalipsis 12:11).
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