• Hablar con nuestros hijos: el objetivo es entenderlos

    La excelencia del arte de la comunicación no consiste en aprender cómo expresar los pensamientos propios, sino en aprender a entender los pensamientos de otro. Por ende, el objetivo de tu conversación debe ser comprender a tu hijo, no simplemente hacer que él te entienda. Muchos padres nunca aprenden esta habilidad, y por eso nunca descubren cómo ayudar a sus hijos a articular sus pensamientos y sentimientos.

  • Seis características de un arrepentimiento verdadero

    En 2 Corintios 7:8-11 Pablo no solo resalta una diferencia entre la tristeza que produce muerte y la tristeza que produce vida, sino que describe en detalle cómo puedes distinguirlas. En este pasaje él menciona seis características de la tristeza que proviene de Dios.

  • Tres maneras de proteger a tu esposa

    Jesucristo (a quien los teólogos llaman el segundo Adán) modeló la respuesta correcta de un esposo ante un ataque espiritual. Él nunca renunció a Su responsabilidad de proteger a Su novia, la iglesia (2 Tesalonicenses 3:3). Al mirarlo a Él –Su ejemplo, Su fuerza, Su gracia– amemos a nuestras esposas con un amor protector.

  • El evangelio nos da poder para perdonar

    La Escritura asume que si verdaderamente hemos experimentado el perdón en el evangelio, estaremos radicalmente perdonando a los demás. En contraste, no perdonar, o tener resentimiento o amargura hacia los demás, es un rasgo muy claro de que no estamos viviendo el gozo profundo ni la libertad del evangelio.

  • Cuál es el propósito del trabajo de un cristiano

    El trabajo que estamos llamados a hacer es un medio ordenado por Dios a través del cual podemos, de maneras muy tangibles, cuidar la buena creación de Dios, contribuir a las necesidades de los demás y fomentar el bien común.

  • Jesús es el Gran Sumo Sacerdote

    Jesús es el Gran Sumo Sacerdote. En él se cumple el simbolismo del Día de la Expiación. Él ofreció personalmente el sacrificio por los pecados del pueblo (Levítico 16:9); pero más que eso, él era el sacrificio. Cristo ofreció no meramente la sangre de los animales, sino su propia preciosa sangre (Hebreos 9:14, 25).