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Los israelitas debían untar la sangre en los marcos de sus puertas precisamente porque eran tan culpables como los egipcios y, si querían evitar el juicio de muerte, necesitaban a un sustituto que muriera en su lugar. La sangre sería untada en los postes de las puertas no porque Dios no pudiera distinguir quién vivía en cada casa, ¡sino porque puede! Él sabe que hay pecadores dentro.
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El cristianismo ortodoxo ha insistido en que la expiación implica sustitución y satisfacción. Al llevar sobre sí mismo la maldición de Dios, Jesús satisfizo las demandas de la justicia santa de Dios. Recibió la ira de Dios por nosotros, salvándonos de la ira venidera (1 Ts 1:10).
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Él es el profeta al estilo de Ezequiel que les habla tanto a los huesos como a los espíritus de aquellos que han caído presa de la maldición del pecado. Él confiere nueva vida a los muertos. Lo que los profetas de Dios realizaron espiritualmente, el Profeta de Dios lo hizo en forma totalmente literal y física.
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El temor del Señor ciertamente puede ser aprendido. Deuteronomio 4:10 declara: “Convoca al pueblo para que se presente ante Mí y oiga Mis palabras, para que aprenda a temerme todo el tiempo que viva en la tierra, y para que enseñe esto mismo a sus hijos”.
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Existen muchísimas formas en que podemos usar nuestros dones y capacidades para el beneficio de otros. Ciertamente, como cristianos, podemos encontrar algo que hacer que beneficie a los demás mientras honramos a Dios, incluso si al final obtenemos un ingreso menor.
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Jesús apareció en el mundo por dos razones. Vino para que no siguiéramos pecando—es decir, vino para destruir las obras del diablo (1Jn 3:8); y vino para que hubiera una propiciación por nuestros pecados si pecamos.
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