Creación: El mundo para el que fuimos hechos
Esta historia comienza, no con nosotros, sino con Dios. En el fondo, sabemos que esto es verdad. Sabemos que somos importantes, que hay algo dignificante, majestuoso y eterno acerca de la humanidad. Pero también sabemos que no somos supremos. Existe algo (o Alguien) mayor a nosotros.
La Biblia nos dice que este Alguien es el Dios infinito, eterno e inmutable que creó todas las cosas de la nada (Génesis 1:1-31). Este Dios existe en tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (Mateo 28:19). Puesto que Dios es trino en Su ser, no fue motivado a crear el mundo porque necesitara algo, ya sea relación, adoración o gloria. Más bien, Él creó todo como un rebose de Su perfección —Su propio amor, bondad y gloria—. Dios creó al ser humano a Su imagen y semejanza (Génesis 1:27), y esto es lo que nos da nuestra dignidad y valor. También nos ha hecho humanos; es decir, somos seres creados, dependientes de nuestro Creador. Fuimos hechos para adorarle, disfrutarle, amarle y servirle a Él, no a nosotros mismos.
En la creación original de Dios, todo era bueno. El mundo existía en perfecta paz, estabilidad, armonía y plenitud.
Caída: la corrupción de toda la creación
Dios nos creó para adorarle, disfrutarle, amarle y servirle. Pero en lugar de vivir bajo la autoridad de Dios, la humanidad le dio la espalda a Dios en rebelión pecaminosa (Génesis 3:1-7; Isaías 53:6). Nuestra deserción sumió al mundo entero en la oscuridad y el caos del pecado. Aunque quedan restos de bondad, la integridad y la armonía de la creación original de Dios se hicieron pedazos.
Como resultado, todo ser humano es pecador por naturaleza y por elección propia (Efesios 2:1-3). Por lo general, excusamos nuestro pecado reivindicando que “no somos tan malos”; después de todo, ¡siempre hay alguien peor que nosotros! Pero esta evasión no hace más que revelar nuestra visión frívola y superficial del pecado. El pecado no es fundamentalmente una acción; es una predisposición. Es la aversión de nuestro corazón hacia Dios. El pecado se manifiesta en nuestro orgullo, en nuestro egoísmo, en nuestra independencia y en nuestra falta de amor por Dios y por otros. A veces el pecado se manifiesta de maneras evidentes y externas. Otras veces se oculta internamente. Pero “todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23).
El pecado trae consigo dos drásticas consecuencias a nuestra vida. En primer lugar, el pecado nos esclaviza (Romanos 6:17-18). Cuando nos alejamos de Dios, nos apegamos a otras cosas en donde albergamos la esperanza de encontrar nuestra vida, nuestra identidad, nuestro significado y nuestra felicidad. Estas cosas se vuelven nuestros dioses sustitutos —lo que la Biblia llama ídolos— y pronto nos esclavizan, demandan nuestro tiempo, nuestra energía, nuestra lealtad, nuestro dinero, en fin, todo lo que somos y tenemos. Estos dioses reinan en nuestra vida y en nuestro corazón. Es por esto que la Biblia describe nuestro pecado como algo que se “enseñorea” de nosotros (Romanos 6:14). El pecado nos lleva a “honrar y dar culto a las criaturas antes que al Creador” (Romanos 1:25).
En segundo lugar, el pecado trae condenación. No solo somos esclavos de nuestro pecado; somos culpables por él. Estamos condenados delante del Juez del cielo y de la tierra. “La paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). Estamos bajo pena de muerte por nuestra traición de nivel universal en contra de la santidad y de la justicia de Dios. Su justa ira por nuestro pecado está delante de nosotros (Nahúm 1:2; Juan 3:36).
Redención: Jesús viene a salvarnos
Toda buena historia tiene un héroe. Y el héroe de la historia del evangelio es Jesús. La humanidad necesita un Salvador, un Redentor, un Libertador que nos rescate de la esclavitud y la condenación del pecado y que restaure el mundo a su bienestar original. Este Libertador tiene que ser verdaderamente humano para pagar la deuda que le debemos a Dios. Pero no puede ser meramente humano porque tiene que vencer el pecado. Necesitamos un Sustituto: alguien que pueda vivir la vida de obediencia que nos fue imposible vivir, y que pueda tomar nuestro lugar para llevar el castigo que merecemos por nuestra desobediencia y nuestro pecado.
Es por esto que Dios envió a Jesús al mundo para ser nuestro Sustituto (1 Juan 4:14). La Biblia nos enseña que Jesús —la segunda Persona del Dios trino— fue totalmente divino y totalmente humano. Nació de una mujer, vivió Su vida en carne y hueso, y sufrió una muerte brutal en una cruz romana a las afueras de Jerusalén. Jesús vivió una vida de obediencia perfecta a Dios (Hebreos 4:15), haciéndole la única persona en la historia que no merece un juicio. Pero en la cruz, Jesús tomó nuestro lugar, muriendo por nuestro pecado. Él recibió la condenación y la muerte que merecíamos para que, cuando pongamos nuestra confianza en Él, podamos recibir la bendición y la vida que nos ofrece (2 Corintios 5:21).
Jesús no solo murió en nuestro lugar, sino que resucitó de los muertos, manifestando Su victoria sobre el pecado, la muerte y el infierno. Su resurrección es un evento crucial en la historia; la Biblia lo llama “las primicias” —la evidencia inicial— de la regeneración universal que Dios está trayendo (1 Corintios 15:20-28). Una de las más grandes promesas de la Biblia se encuentra en Apocalipsis 21:5: “He aquí, Yo hago nuevas todas las cosas”. Todo lo que se perdió, fue roto y quedó corrompido en la Caída será en última instancia restaurado. La redención no significa meramente la salvación de individuos, sino la restauración de la creación entera a su bienestar original.
Nuevas criaturas: la historia continúa
¿Cómo formamos nosotros parte de la historia? ¿Cómo experimentamos la salvación personal de Dios, y cómo llegamos a ser agentes de Su redención en el mundo? Por fe o confianza (Efesios 2:8-9). ¿Qué significa esto? Confiamos en el taxista cuando contamos con él para llegar a nuestro destino. Confiamos en el médico cuando estamos de acuerdo con su diagnóstico y nos encomendamos a su cuidado. Confiamos en Cristo Jesús cuando reconocemos nuestro pecado, cuando recibimos Su perdón lleno de gracia y cuando descansamos plenamente en Él para nuestra aceptación ante Dios. La fe es como entrar en un taxi. Es como dejarte cortar por el bisturí́ del cirujano. Es un compromiso apacible de darse a uno mismo incondicionalmente a Jesús (Salmo 31:14-15). Esto es lo que significa creer en el evangelio.
Cuando confiamos en Jesús somos eximidos de la condenación del pecado y de su esclavitud. Somos hechos libres para decir “no” al pecado y “sí” a Dios. Somos hechos libres para morir a nosotros mismos y vivir para Cristo y para Sus propósitos. Somos hechos libres para luchar por la justicia en el mundo. Somos hechos libres para dejar de vivir para nuestra propia gloria y comenzar a vivir para la gloria de Dios (1 Corintios 10:31). Somos hechos libres para amar a Dios y amar a otros por la manera en que vivimos. Este es el enfoque de nuestro estudio.
Dios ha prometido que Jesús volverá para finalmente juzgar al pecado y hacer nuevas todas las cosas. Hasta entonces, Él está reuniendo para Sí gente “de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas” (Apocalipsis 7:9). Como parte de este grupo de gente llamada y enviada, tenemos el privilegio de unirnos a Él en Su misión (Mateo 28:18-20) como individuos y como parte de Su familia espiritual. Por gracia, podemos disfrutar de Dios, vivir nuestra vida para Su gloria, servir a la humanidad y dar a conocer Su evangelio a otros a través de nuestras palabras y acciones.
Estas son las buenas nuevas —la verdadera historia— del evangelio.
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Este artículo Creación: El mundo para el que fuimos hechos fue adaptado de una porción del libro La vida centrada en el evangelio, publicado por Poiema Publicaciones. Puedes descargar una muestra gratuita visitando este enlace.
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Páginas 7 a la 10
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