¿Por qué es importante orar a Dios?
Tanto la lectura diaria de la Biblia como la oración parecen luchar por el título de la disciplina más descuidada en la vida cristiana. A riesgo de sonar simplista, esta negligencia es la fuente de casi todas las enfermedades espirituales que afligen al creyente individual y a la iglesia colectivamente. Todos parecen estar de acuerdo en cuanto a la necesidad de la Palabra y la oración, e igualmente unánimes en admitir el descuido personal de ambos. Tanto los ministros como los laicos con frecuencia han dicho: “Nunca he sabido de un creyente moribundo que se lamentara de haber pasado demasiado tiempo en la Palabra de Dios y en la oración”.
Todo esto debe llevarnos a una pregunta muy importante pero dolorosa: “¿Por qué se nos dificulta tanto orar?” La razón más obvia es nuestra carne y su obstinada autosuficiencia. Nuestra carne odia la oración en secreto porque es una negación de la autosuficiencia, no permite la gloria propia y desvía la admiración y el aplauso de los hombres hacia Dios. En cierto sentido, nuestra carne puede ser una guía para lo que es verdaderamente importante en la vida cristiana, aquello a lo que la carne más se opone es lo más esencial. ¿Y a qué se opone más nuestra carne que a la lectura de las Escrituras y a la oración privada?
Otra razón de nuestra lucha con la oración es nuestra simple falta de fe. La oración es una oportunidad para participar en lo milagroso y contemplar a Dios mientras que hace “más abundantemente de lo que pedimos o entendemos” (Ef 3:20). En Lucas 18:1-8, Jesús da uno de sus discursos más importantes sobre la disposición de Dios para responder a la oración perseverante. Luego termina con uno de los comentarios más tristes sobre la falta de fe y dedicación a la oración de Su pueblo: “No obstante, cuando el Hijo del Hombre venga, ¿hallará fe en la tierra?” (Lc 18:8).
Queridos hermanos y hermanas en Cristo no permitan que esta sea una descripción de nuestra generación. No estemos entre los que no tienen, porque no piden (Santiago 4:2). Dejemos a un lado la fuerza humana y sus débiles recursos y entreguémonos total y persistentemente a Dios en oración. ¿No prometió Él que: “… los ojos del Señor recorren toda la tierra para fortalecer a aquellos cuyo corazón es completamente Suyo” (2Cr 16:9)? Y de nuevo, “Ustedes que hacen que el Señor recuerde, no se den descanso, ni le concedan descanso hasta que la restablezca, hasta que haga de Jerusalén una alabanza en la tierra” (Is 62:6-7). Cuanto menos confiemos en la carne y más nos entreguemos a Dios en oración, más veremos Su poder milagroso obrando en nosotros y a través de nosotros. Con promesas como estas, ¿cómo podemos desesperarnos? ¿Cómo no levantarnos y seguir adelante?
¿Cómo oraba Jesús?
Para exponer la insensatez de nuestra autosuficiencia, solo necesitamos compararnos con el hombre perfecto, el Dios hecho hombre, Jesucristo. Sin exagerar, podemos afirmar que fue un hombre de oración. Sus tres años de ministerio fueron posiblemente los más ocupados, tediosos y exigentes jamás registrados y, sin embargo, se destacó como un hombre de oración.
Los medios esenciales de la gracia
Paul Washer
En Los medios esenciales de gracia, Paul Washer enseña las claves indispensables para el crecimiento espiritual: las Escrituras, la oración, el arrepentimiento junto con la confesión, y la vida en la comunidad de la iglesia local. Nuestro anhelo por lo extraordinario nunca debe llevarnos a menospreciar lo esencial. Más bien, debemos sacar provecho de los medios de gracia dados por Dios, dependiendo del Espíritu, para vivir una extraordinaria intimidad con Cristo.
Muchos han dicho que, si leemos correctamente el Evangelio de Marcos, estaremos agotados después de solo unas cuantas páginas. Este libro está organizado como una serie de imágenes rápidas de Cristo mientras trabaja para cumplir la voluntad de Su Padre. Varias veces en el primer capítulo, encontramos palabras que denotan acciones consecutivas inmediatas, refiriéndose a las actividades de Cristo: inmediatamente Él salió de las aguas bautismales (v10); enseguida el Espíritu lo impulsó a salir al desierto (v 12); al instante llamó a Juan y a Santiago (v 20); enseguida en el día de reposo entró en la sinagoga y comenzó a enseñar (v 21); inmediatamente después de que salieron de la sinagoga, entró en la casa de Simón y Andrés (v 29); y enseguida le hablaron de la suegra de Simón enferma y Él la sanó (vv 30-31). Posteriormente, el mismo día, Marcos registra: “A la caída de la tarde, después de la puesta del sol, trajeron a Jesús todos los que estaban enfermos y los endemoniados. Toda la ciudad se había amontonado a la puerta. Y sanó a muchos que estaban enfermos de diversas enfermedades, y expulsó muchos demonios; y no dejaba hablar a los demonios, porque ellos sabían quién era Él” (vv 32-34).
Todo el día y la noche, Cristo se había dedicado a hacer la voluntad de Su Padre y a satisfacer las necesidades de Su pueblo. Ni siquiera sabemos si durmió algo esa noche, pero sí sabemos que, “Levantándose muy de mañana, cuando todavía estaba oscuro, Jesús salió y fue a un lugar solitario, y allí oraba.” (v 35). Es importante señalar que este texto no debe usarse como una norma para descuidar el sueño o renunciar a la necesidad de descansar, sino solo para demostrar que Jesús reconoció la absoluta necesidad de la oración.
La devoción de Cristo a la oración se confirma más adelante en el Evangelio de Lucas y sus numerosas referencias a la vida de oración de Jesús. Oró en Su bautismo (Lc 3:21). Él “salió y se fue a un lugar solitario” para orar mientras la multitud lo buscaba (Lc 4:42). En medio de un ministerio intenso, con frecuencia “se retiraba a lugares solitarios y oraba” (Lc 5:15-16). Antes de elegir a Sus discípulos, “se fue al monte a orar, y pasó toda la noche en oración a Dios” (Lc 6:12). Él había estado “orando a solas” antes de anunciar Su muerte venidera a Sus discípulos (Lc 9:18-22).
Estas referencias a la vida de oración de Cristo culminan cuando Lucas nos dice que:“estando Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de Sus discípulos: ‘Señor, enséñanos a orar’” (Lc 11:1). ¡Imagina eso! Nunca se registra que los discípulos le pidieran a Jesús que les enseñara a caminar sobre el agua, a sanar a los enfermos, a resucitar a los muertos o incluso a predicar, pero sí pidieron esta única cosa “¡Enséñanos a orar!”. ¿Podría ser que lo más espectacular o asombroso de Cristo fuera Su vida de oración? ¡Su comunión con Dios no se parecía a nada que los discípulos hubieran presenciado en un hombre y querían saber orar como Él oraba!
Por supuesto, debemos procurar amoldar todos los aspectos de nuestro carácter y ministerio a Cristo. Pero al esforzarnos por alcanzar el carácter y el ministerio, no descuidemos el amoldarnos a la vida devocional o de oración de Cristo. “Porque toda la plenitud de la Deidad reside corporalmente en Él” (Col 2:9), y, sin embargo, Él también era un hombre real y, como hombre, es nuestro ejemplo. Obtuvo Su dirección y fuerza del Padre a través del Espíritu Santo en oración. ¡Cuánto más debemos reconocer la misma necesidad y dedicarnos a la oración!
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Este artículo sobre la oración fue adaptado de una porción del libro Los medios esenciales de la gracia escrito por Paul Washer y publicado por Poiema Publicaciones.
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Páginas 43 a la 50