Transformando la maternidad a través del evangelio

Transformando la maternidad a través del evangelio

Es fácil encontrar consejos sobre cosas tales como elegir un asiento de auto para bebés que sea seguro, o cómo enseñarle a un niño quisquilloso a comer saludablemente. Las instrucciones sobre cómo amar a tu prójimo y cuidar a tus hijos también están disponibles. Lo más difícil de encontrar es el ánimo que necesitamos para considerar cómo el evangelio transforma nuestra maternidad.

Mi orgullo hace que me muera por ser una súper mamá y por que otras mamás piensen que soy una súper mamá. A veces prefiero gloriarme en cosas que no sean la gracia de Dios. El orgullo aparece de muchas formas. Cuando somos tentadas a deleitarnos con la aceptación de los demás, necesitamos acercarnos al trono de la gracia de Dios. Podemos estar confiadas de que Dios oirá nuestras oraciones, nos ayudará y reforzará nuestra esperanza en Él por lo que Cristo ya hizo por nosotras en la cruz. El orgullo nos lleva a preocuparnos por el mañana como si pudiésemos controlar el resultado con nuestra ansiedad. En esos momentos de desesperación, necesitamos recordar que la gracia de Dios seguirá siendo suficiente en el día de mañana. Eso significa que tenemos toda la gracia que necesitamos para el día de hoy. Y cuando el mañana se convierta en hoy, Dios nos dará la gracia que necesitemos en ese momento.

El orgullo también surge en nuestras interacciones con nuestros hijos. Por ejemplo, en momentos de suma frustración, degradamos a nuestros hijos simplemente porque hacen cosas de niños, insinuando que en ese momento no hay gracia disponible para ellos. En lugar de maravillarnos junto con ellos por la gracia que todos necesitamos, cargamos sus jóvenes conciencias con culpa. Nuestro corazón orgulloso se niega a rendirse ante la gracia de Dios, dada para nosotras y nuestros hijos.

Sé que mi orgullo vive en una casa de espejos. Cuando veo destellos de mi pecado, me justifico diciendo: “¡Yo sabía lo que tenía que hacer! Esa no era yo. Mi verdadero yo solo necesitaba que le recordaran que debo ser el mejor yo, el que sé que soy”. ¿Luchas con esto también? Más que nunca, cuando nos escuchemos justificando nuestro pecado con orgullo, debemos resistirnos a esa mentira que nos dice que nuestra necesidad más profunda es una mejor memoria. ¡Necesitamos un Salvador! El evangelio habla de Jesús, que es el único que verdaderamente amó a Su prójimo. La sangre preciosa de Cristo es el medio por el cual nuestro pecado es expiado.

Como mujeres que han de gloriarse en sus debilidades, servir con las fuerzas que Cristo da, y gozarse en la sangre de Cristo que cubre todos nuestros pecados, tenemos que hacernos algunas preguntas:

  • »  ¿Por qué insistimos en que Cristo nos devuelva parte de la vergüenza que Él sufrió en nuestro lugar?
  • »  ¿Por qué queremos recuperar la carga de nuestra culpa, la que Jesús ya cargó en la cruz, solo para ir tras una sombra de dignidad obtenida con justicia propia?
  • »  ¿Realmente creemos que nuestro pecado está más allá del alcance de la gracia transformadora de Dios?
  • »  ¿Realmente nos atrevemos a sugerir que la obra de Cristo en la cruz no es suficiente para cubrir nuestras flaquezas, locuras y fracasos como madres?

Ciertamente la gracia de Dios es infinitamente más hermosa y absolutamente más irresistible que cualquier vanagloria que podamos entretener. “La gracia brotó espontáneamente del seno del amor eterno, y no descansó hasta eliminar todos los impedimentos y encontrar su camino al lado del pecador, rodeándolo por completo. La gracia elimina la distancia entre Dios y el pecador, la que el pecado había creado. La gracia encuentra al pecador allí donde él esté; la gracia se le acerca tal y como él es”.

LEVÁNTATE, ALMA MÍA; LEVÁNTATE

Nuestra seguridad no se basa en saber hacer lo correcto ni en pensar que lo haríamos mejor si se nos da otra oportunidad. Ninguna cantidad de autodesprecio ni de buenas intenciones puede expiar el pecado ante un Dios santo. No; nuestra seguridad viene del hecho de que una persona ha asumido voluntariamente toda la responsabilidad legal por nuestra inmensa deuda de pecado con Dios. Jesús es nuestro “garante” (Heb 7:22). Y ahora nuestra garantía está ante el trono de Dios: Su sacrificio de sangre por los pecados le suplica a Dios por Su gracia (Heb 12:24).

Solo en Cristo podemos estar seguras de un perdón completo hoy, y seguras de que habrá más gracia para el día de mañana. Cuando nos lamentamos con indignación y justicia propia, diciendo: “Sabía que no debía hacerlo; ¿cómo pude haber sido tan tonta?”, lo único que estamos haciendo es agravando nuestra culpa. Pero otra cosa es recordar la noticia liberadora del evangelio que dice que Jesús nos amó perfectamente en la cruz y redime nuestros fracasos. Esta es una muy buena noticia. Ahora, llenas de fe y de gozo, podemos regocijarnos en Dios y decir: “¿Cómo pude haber sido tan necia? ¡Mira la gracia que Él me ha mostrado en su Hijo!”. ¿Eres consciente de tu necesidad de Jesús? ¡Corre hacia Él! No pierdas tiempo. La sangre de Jesús nos libera de nuestra deuda por nuestros pecados, y nos libera de las cadenas de nuestro delirio de justicia propia. Somos libres para caminar en el amor de Dios y amar a nuestros prójimos con la fuerza que Él da. Podemos cantar con Charles Wesley: “Levántate, alma mía; levántate. Sacude tus miedos culpables y levántate!”. Cuando nos levantamos, nos levantamos con temor y temblor, meditando en que Dios —el Dios que puso las estrellas en su lugar— es poderoso para obrar en nosotras y se complace en hacerlo.

Cuando nos levantamos, vamos hacia Dios, quien ejecutó Su juicio sobre Su Hijo por nosotras y nos lleva a Su luz (Miq 7:8-9). Nos acercamos a Su trono con confianza para recibir la gracia que se nos ha garantizado en Cristo. Entonces, por la gracia de Dios, podremos darle de esa gracia a nuestros hijos.

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Este artículo fue adaptado de una porción del libro Atesorando a Cristo, publicado por Poiema Publicaciones. Puedes descargar una muestra gratuita visitando este enlace.

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Páginas 102 a la 105

 

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