¿Es posible perder la salvación?
Cuando una persona ha sido regenerada por el Espíritu Santo y realmente se ha convertido a Cristo (por medio del arrepentimiento y la fe), ¿es posible que nuevamente regrese a ser un hijo de ira y de la destrucción eterna? La respuesta de la Escritura es clara y enfática: No, no es posible. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Jn 3:36). “El que oye mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna y no será juzgado, sino que ha pasado de la muerte a la vida” (Jn 5:24). Aquí tenemos la Palabra de Dios garantizando que cuando un hombre ya ha tenido fe en Jesucristo, no puede más estar bajo condenación. Ha pasado de esa condenación para nunca regresar a ella. El Cristiano entonces debe estar “convencido de esto: el que comenzó tan buena obra en ustedes la irá perfeccionando hasta el día de Cristo Jesús” (Fil 1:6). No es en vano lo que Dios ha prometido, “…pondré mi temor en sus corazones, y así no se apartarán de mí” (Jer 32:40).
Debemos admitir que la experiencia a veces pareciera contradecir esta enseñanza. ¿Quién no puede traer a la memoria a alguien que se hizo miembro de la Iglesia, dando evidencia de un gran interés en las cosas divinas y sosteniendo una asistencia fervorosa a los medios de gracia durante un tiempo considerable y luego, a pesar de esto, cayó de su comunión con Cristo y cayó en un total desacato, llegando aun al antagonismo? Tal persona realmente parece haber “caído de la gracia”. Decimos parece porque el apóstol Juan nos dice lo que realmente sucede en tales casos. “Aunque salieron de entre nosotros”, dice, “en realidad no eran de los nuestros; si lo hubieran sido, se habrían quedado con nosotros. Su salida sirvió para comprobar que ninguno de ellos era de los nuestros” (1Jn 2:19). Tales casos comprueban, no que los creyentes puedan caer de la gracia, mas solo prueban que podemos ser engañados por falsas apariencias y profesiones. El apóstol Juan sintió la dificultad que representaban tales casos, sin embargo, él insistía que los verdaderos creyentes no pueden caer de la gracia. “Si lo hubieran sido,” dice Juan, “se habrían quedado con nosotros”. Él dijo esto porque conocía, por la Palabra de Dios, aquello que no podría haber conocido por las apariencias, es decir, que los creyentes no pueden caer de la gracia.
Sin embargo, si esto es verdad, ahora podemos preguntar: “¿Por qué es que los verdaderos creyentes no pueden caer de la gracia? ¿Es por algo que existe en el poder de los mismos creyentes? ¿O es el poder de Dios que lo evita?”. Una vez más, la respuesta es inequívoca. Los verdaderos creyentes son protegidos “…mediante la fe hasta que llegue la salvación que se ha de revelar…”, dice Pedro (1P 1:5). Aquí vemos la increíble diferencia entre la Fe Reformada, por un lado, y el Catolicismo romano y el Arminianismo por el otro. Pues los dos últimos concuerdan en enseñar que lo que mantiene a los salvos de la perdición es tanto el poder Dios como el del hombre; sí, incluso el poder del hombre es algo más fuerte que el poder de Dios. Y esto es verdad no solo al comienzo del proceso sino en todo el camino hasta el final. Para comenzar, se afirma que la salvación es posible o asequible a todos. Sin embargo, el pecado en sí debe, por su propio poder, hacer el acto necesario para convertir a esa “posibilidad” en una “realidad”. Desde este punto de vista, Dios es como el dueño de un grifo: Tiene un gran almacén de poder que solo espera ser “aprovechado”. Depende del pecador acercarse manejando [su vehículo] y decir: “Llénelo”. Todo ese poder es “inútil” hasta que el pecador se “movilice”.
Naturalmente este punto de vista atrae mucho al pecador, porque lo deja al mando incluso del poder de Dios. Aun así, lo que suena atractivo al comienzo pierde su atracción cuando miramos el fin. Porque ni siquiera hemos comenzado y ya el Católico-romano y el Arminiano empiezan a contarnos las tristes noticias. Nos gustó cuando se nos dijo que podríamos comenzar el viaje por nuestra propia voluntad libre y nuestro propio poder. Sin embargo, ahora nos enteramos del hecho amargo de que también nos podemos “quedar sin combustible” y “no llegar a nuestro destino” por la misma libre voluntad y el mismo poder propio. El poder de Dios que es inútil hasta que el pecador se movilice es igual de inútil en cualquier otro momento en que el pecador pueda escoger por su voluntad que así lo sea. Si en algún momento duda y escoge la incredulidad en vez de la fe, el pecado en vez de la santidad, el alejarse en vez de perseverar, en ese momento pierde todo poder salvador. Está de nuevo donde comenzó. Y no hay nada que el poder de Dios pueda hacer al respecto.
¡Los Católico-romanos y los Arminianos son consistentes! Por lo menos tienen la honestidad de admitir que gracia que no es soberana desde un comienzo tampoco lo es al final. La salvación que depende del hombre no puede ser más confiable que el hombre mismo.
Contrastando con esto, la Fe Reformada comienza con el franco reconocimiento de que nadie sería salvo si Dios meramente hiciera “posible” la salvación para el ser humano, dejándolo en la libertad de transformar o no esta posibilidad en realidad, porque el ser humano es totalmente incapaz de hacerlo. El ser humano ama demasiado el mal como para volverse al bien por su propia cuenta. La Fe Reformada no solo se dirige a la necesidad del pecador desamparado desde el comienzo, sino que también continúa haciéndolo hasta el final porque explica que toda esperanza del pecador descansa en la elección del Padre, en la propiciación del Hijo y en la regeneración del Espíritu Santo. La Fe reformada prefiere “ofender” al pecador enojado para “darle” una salvación que no puede fallar. Jamás puede fallar. Porque si solo Dios es el que salva, entonces tenemos una salvación que no puede fallar. Una salvación que depende totalmente de Dios es completamente confiable. Eso es lo que enseña esta doctrina. El Señor que dice: “Yo les doy vida eterna”, también puede garantizar que “nunca perecerán, ni nadie podrá arrebatarlos de la mano” (Jn 10:28).
Sin embargo, habiendo dicho lo anterior, aún debemos defender el énfasis que da la Confesión de Fe al denominar a este capítulo “De La Perseverancia de los Santos”. Habiendo anunciado el hecho de que es únicamente el poder de Dios que produce la seguridad de los santos, debemos enfatizar con aún mayor urgencia la necesidad de la perseverancia de parte de los creyentes. Al decir que la base suprema de la perseverancia es la operación del Espíritu Santo en los creyentes, no queremos decir que sea el Espíritu Santo quien persevera. “La doctrina correcta no afirma que la salvación es verdadera si es que alguna vez hayamos creído, sino que la perseverancia en santidad es verdadera si es que verdaderamente hemos creído”. La doctrina infalible de la salvación con respecto a los verdaderos creyentes ni siquiera hace que su perseverancia sea más fácil, como si el Cristiano estuviera jugando un deporte en vez de estar luchando una dura batalla. Creemos que los que afirman que es simple sobreponerse a los problemas y las pruebas de la vida porque han “tomado a Cristo” se engañan a sí mismos tanto como a los demás. Más bien, la verdadera descripción de la batalla de la perseverancia se encuentra en las exclamaciones agonizantes del Salmista: “Ante ti, Señor, están todos mis deseos; no te son un secreto mis anhelos. Late mi corazón con violencia, las fuerzas me abandonan, hasta la luz de mis ojos se apaga […] Tienden sus trampas los que quieren matarme; maquinan mi ruina los que buscan mi mal y todo el día urden engaños […] Tan solo pido que no se burlen de mí, que no se crean superiores si resbalo. Estoy por desfallecer; el dolor no me deja un solo instante” (Sal 38: 9,10,12,16,17). Es una lucha constante a lo largo del camino. Y es una lucha que involucra a todo nuestro ser. Sin embargo, es una lucha de la que un verdadero creyente, a diferencia de un mero fingidor, nunca retrocederá hasta que haya ganado la batalla y hasta que haya logrado la meta. “Pero el que se mantenga firme hasta el fin será salvo” (Mt 24:13).
Es evidente en las Escrituras que mientras los verdaderos creyentes nunca caen total ni finalmente de la gracia, sin embargo pueden tener y a veces tienen momentos en los cuales caen o titubean. Esta es la doctrina bíblica de la reincidencia, y se ve ilustrada hasta en las vidas de tales grandes hombres como Noé, Moisés, David y Pedro. Todos cayeron en pecado lamentable durante un tiempo después de haber sido convertidos en verdaderos creyentes. Alguien se preguntará: ¿Cómo es que el pecado puede conquistar a los que tienen al Espíritu morando en ellos? Existen varias razones, una o más de las cuales se verán en cada caso:
- La atracción del mundo (1 Jn 2:15).
- La tentación de Satanás (Mr 1:13, Mt 26:70,72,74)
- La corrupción que resta en el corazón del creyente (Stg 1:13,14).
- El descuido de los medios de la gracia (Heb 10:24,25).
A pesar de ser así, no debemos tener una estimación errónea a partir de los momentos de debilidad de estos santos hombres de Dios. La Escritura relata estos deslices no para animarnos a pecar, sino para advertirnos que no pequemos. Al leer de estos deslices, leemos del disgusto de Dios (2S 11:27), su propia pérdida de tranquilidad y seguridad (Sal 51:8,10,12), del daño hecho a sus propios corazones y sus conciencias (Sal 32: 3,4), y de la deshonra que cae sobre la causa de Dios y su verdad (2S 12:14). Nunca deberíamos tomar a la ligera estas caídas trágicas. Solo las deberíamos contemplar con temor y temblor. Tales cosas nos deberían recordar la advertencia de Pedro: “Si el justo a duras penas se salva, ¿qué será del impío y del pecador?” (1P 4:18). No es que el verdadero creyente no tenga que preocuparse de una caída, ni que pueda caer sin ningún daño serio. No, la verdad es que aun el creyente es salvado con las justas. Aun él apenas es salvado. El hecho es que es salvo. Y es salvo porque, aunque caiga (como los grandes hombres de Dios lo hicieron), pronto retomará el conflicto contra el pecado, y continuará hasta el fin (salvo en el caso de otras caídas trágicas) en este conflicto. Si los Cristianos estudiaran la forma en la cual estos hombres se levantaron de tales deslices para esforzarse nuevamente en Nombre de Dios, no se verían tentados a una opinión ligera ni falsa de su seguridad sino que mantendrían la única doctrina de la perseverancia.
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Este artículo ¿Es posible perder la salvación? fue adaptado de una porción del libro La Confesión de Fe de Westminster para clases de estudio, publicado por Poiema Publicaciones. Puedes descargar una muestra gratuita visitando este enlace.
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Páginas 190 a la 194