Pensar bien y a menudo en la eternidad no es algo que nos debe asustar ni entristecer. Cuando negamos la realidad de la eternidad o vivimos ignorándola, nos estamos perdiendo del gozo de Dios.
Me doy cuenta de que toda esta charla acerca de la eternidad podría causarte un sentimiento de urgencia en cuanto al poco tiempo que tenemos. En cierta medida, es saludable que sintamos la atracción gravitatoria de nuestra finitud. Cuidar de niños puede hacer que nos enfoquemos simplemente en que pasen los minutos del día (o de la noche). Debemos orar como el salmista: “Enséñanos a contar bien nuestros días, para que nuestro corazón adquiera sabiduría” (Sal 90:12). Debemos pedirle al Señor que nos recuerde que “lo que se ve es pasajero, mientras que lo que no se ve es eterno” (2Co 4:18).
Esta es la razón por la que debemos tener cuidado de no pensar que el mayor problema de una madre es la falta de tiempo. ¡Cuán tentada soy a ver una temporada ocupada como un obstáculo para regocijarme en el Señor! El mayor impedimento para gozarnos en Dios no es la falta de tiempo. Cuando perdemos de vista la perspectiva eterna en nuestra vida cotidiana, la expiación ya no es ni vital ni preciosa para nosotras. Un regalo más grande que el tiempo es el regalo del perdón por nuestros pecados a través de Cristo Jesús, para así poder contemplar a nuestro santo Dios.
En última instancia, vivir con la eternidad en mente es una obra del amor redentor de Dios en nuestras vidas. No puedo presentarte un plan creativo y estratégico para tener un corazón que se aferre a los propósitos de Dios en la eternidad. Ninguna de nosotras puede reunir suficiente fuerza de voluntad para amar a Dios y Su glorioso reino. Solamente la gracia redentora, todopoderosa y transformadora de Dios puede levantar nuestro corazón pecaminoso de entre los muertos, darnos vida eterna y fijar nuestra mirada en Jesús, nuestra bendita esperanza. Toda alma que ha sido resucitada por la gracia ha experimentado algo que Jesús comparó con el milagro del nacimiento. Él lo llamó “nacer de nuevo”. “De veras te aseguro que quien no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios” (Jn 3:3).
Como descendientes de nuestros primeros padres, cuyo pecado en el jardín trajo juicio sobre toda la humanidad, debemos maravillarnos de la gracia común de Dios al permitir que la vida humana continúe en nuestro mundo caído. Tanto hombres como mujeres pueden ver la gracia común de Dios al darnos el don de la vida. Esto es cierto aunque un bebé nunca haya salido de tu propio cuerpo. Esto es cierto incluso si un niño es llevado al cielo antes de nacer. Cuando consideramos el milagro de la vida, podemos comenzar a entender lo que nos sucedió cuando nacimos de nuevo y recibimos vida eterna. Donde antes no había vida, Dios da vida. ¡Qué gracia!
Nacemos muertos en nuestros delitos, siendo enemigos de Dios antes de que dijéramos nuestra primera palabra o nos aferráramos a nuestro primer pensamiento orgulloso. Estar separados de la vida en Dios es una muerte en vida. Por medio de la fe, vemos cómo el don de Dios se multiplicó a un gran número de personas. Debido a que Abraham le creyó a Dios, podemos rastrear nuestro linaje espiritual hasta llegar a Abraham mismo. “Así que de este solo hombre, ya en decadencia, nacieron descendientes numerosos como las estrellas del cielo e incontables como la arena a la orilla del mar” (Heb 11:12).
La fe de Abraham era como la de Adán. Aunque la muerte reinó por causa del pecado, ambos creyeron la promesa de vida de Dios. Podemos maravillarnos de la gracia de Dios junto con el apóstol Pablo: “…con mayor razón los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia reinarán en vida por medio de un solo hombre, Jesucristo” (Ro 5:17). Nuestra mejor respuesta a esta buena noticia es alabar a nuestro Dios misericordioso. “¡Alabado sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo! Por Su gran misericordia, nos ha hecho nacer de nuevo mediante la resurrección de Jesucristo, para que tengamos una esperanza viva” (1P 1:3).
Vivimos por fe. Podemos acostar a nuestros hijos en las noches por fe, cerrar los ojos para dormir (un rato) por fe, y despertarnos por la mañana llenas de fe en que Jesús es nuestra esperanza, incluso cuando nuestros hijos estén creciendo demasiado rápido para nuestro gusto.
Extraído del libro “Atesorando a Cristo cuando tus manos están llenas” de Gloria Furman